lunes, 28 de noviembre de 2011

Los sublevados Era la noche del 30 de enero de 1609: la luna, perdiéndose en el horizonte, las sombras envolvían la fértil cañada de Aculzingo. Entre aquellas sombras se escuchaba apenas el rumor de los árboles agitados por los vientos de la noche, y el murmullo de los arroyos que bajan por las vertientes de las montañas. Escuchando con atención podía oírse en medio de aquellos ruidos confusos, otros sonidos. Eran voces humanas, era sin duda el ruido que causaba la marcha de un gran grupo de hombres. La marcha de aquellos hombres no se interrumpía, y aquel grupo parecía caminar en dirección del lugar que hoy ocupa la Villa de Córdoba. Cuando los primeros reflejos de la aurora comenzaron a teñir de rosa el espléndido cielo de la costa de Veracruz, el grupo de hombres seguía su camino trepando una encumbrada cuesta. Era una tropa de negros, extrañamente vestidos y armados; y podía asegurarse que aquellos trajes eran los despojos de los pasajeros del camino de México a Veracruz. En cuanto a las armas de aquellos hombres, era curioso observar que había entre ellos flechas y arcos de los aztecas, arcabuces y espadas de los conquistadores, mazas, macanas, hondas, hachas, escopetas, ballestas, puñales, alabardas, y todo en el mayor desorden y en extraordinaria confusión. Aquella extraña tropa estaría compuesta de más de cien hombres, y a su cabeza, caminaba un negro alto. Trepando por aquellas escabrosas veredas y atravesando angostos y peligrosos desfiladeros, llegó por fin la tropa a una espaciosa meseta que coronaba una de las más elevadas serranías. Allí estaba situado un campamento de negros, era el cuartel general de todos los esclavos que habían huido de la crueldad de sus amos buscando la libertad. La fuerza que llegaba había sido vista desde muy lejos, todo el campamento se había movido, y hombres y mujeres se apresuraban a recibirla. Distinguíase en medio de todos ellos a un negro anciano pero robusto, a quien todos miraban con profundo respeto, y que parecía ser el patriarca. Cuando los recién llegados penetraron al campamento, se mezclaron entre los grupos de los que los aguardaban, y sólo el que había venido a la cabeza se dirigió en busca del anciano. -Buenos días, Francisco –dijo el anciano tendiendo al otro su mano con aire paternal. -Dios te guarde, padre Yanga –contestó Francisco. -¿Qué nuevas me trae mi hijo Francisco de la Matosa? -Malas nuevas, padre Yanga, malas nuevas. -¿Qué hay pues?, ¿algunos hermanos nuestros han muerto? -No, los blancos quieren nuestra muerte: ayer se me ha presentado un hermano, que es también como yo, de Angola, ha salido de la Puebla y me ha contado... -¿Qué te ha contado? -Que de Puebla viene una expedición contra nosotros; mándala un capitán vecino de aquella ciudad, llamándose Pedro González de Herrera, y ha salido el día veintiséis... -Estamos a los treinta días, muy cerca debe venir ya. -Tal creo, y por eso me he replegado, a fin de disponer todas las tropas y prepararlas para el combate. Pedro González de Herrera trae cerca de quinientos cincuenta hombres. -No han seguido ningún camino real, y se acercan extraviando veredas. ¿Hay vigilantes por todos lados? -Se acercan extraviando veredas... Allí viene corriendo uno; noticia debe traer. -Sin duda la llegada del enemigo. Pon a tus gentes sobre las armas, y yo voy al encuentro del vigilante... El viejo salió a encontrar al que llegaba, y Francisco comenzó a disponer sus tropas. El trabajo no era grande, y en un momento se formaron cuatrocientos negros, todos armados. Yanga volvió. -Francisco –dijo-, es preciso escribir a es don pedro González. -¿Y para qué? –preguntó Francisco con extrañeza. -para decirle que obedeceremos a Dios y al rey, pero que queremos nuestra libertad, que si nos la conceden, si no nos vuelven a nuestros amos crueles, si nos dan un pueblo para nosotros, depondremos las armas, ¿te parece bien? -Sí, contestó Francisco. ¿Y quién llevará esa carta? -El español que tenemos prisionero. Una hora después salía del campamento de los negros un español que llevaba una carta de Yanga, caudillo de los sublevados, al capitán don Pedro González de Herrera. El viejo Yanga era el espíritu de aquella revolución, que había meditado por espacio de treinta años, y el negro Francisco de la Matosa era el general de las armas, nombrado por Yanga. Los negros estaban ya esperando la señal del combate.

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